Opinión

“SANTA ROSA Y LA TORMENTA” .Por Alberto Solis Bonastre

El 30 de Agosto es Santa Rosa y a nuestra región, el litoral y el Nea, llega antes, durante o después de esa fecha. A veces se presenta por etapas. No solo aquí, sino también en el mundo: terremoto en Marruecos, Guerras en el Asia, intensas Nevadas en el Sur Argentino, ciclones en el sur de Brasil, intensas nevadas en el sur argentino.

 Dicen los viejos habitantes de la ribera, que en esta zona,  la tormenta trae inundación o una baja importante en el caudal de las aguas, y a

las costas del Paraná la sepulta el río, al igual que las islas.

 A fines del invierno de 1982,

durante un aguacero de casi dos días sin cesar, según los diarios, hubo un

récord de víctimas en el litoral.

En esta misma barriada muchos se acuerdan del bebé que en plena noche se

tragó el río mientras los padres trataban de subir a un bote. El bebé se le

resbaló de los brazos a la

madre. Y nadie lo volvió a ver. También en el Barrio San Pedro Pescador, donde trabaja silenciosamente pero con mucho empeño y compromiso el artista y amigo Sergio Falcón, todos están en alerta. Por eso, apenas el

viento sopla trayendo del río ese olor a fruta

amarga, los vecinos se alarman. Sin embargo, aunque

vive a pocos metros de la orilla, don Miguel, pescador del Paraná, no le

teme al río.

Estudiando el cielo, la dirección de las nubes y la

corriente que se va poniendo nerviosa, el viejo capitán de isla sabe

de antemano cuando viene la creciente. Nació en esta

zona de la ribera, creció en esta zona, y cada vez que

se mudó volvió a la costa. Vida de pescador.

Y ahora en esta tarde de fines de agosto “el mes bravo” (por eso la caña con ruda del primero del mes ocho del año), mientras se sirve una ginebra, se pone a esperar que arremeta las aguas

del Gran Río. Porque esta creciente va a ser brava.

Además es 30 de agosto, Santa Rosa. Al igual que la isla donde pasó gran

parte de su vida, ubicada entre las costas de Chaco y Corrientes.

Que la santa de la tormenta, la isla donde mora y su mujer ausente se

llamen igual, le da para pensar un buen rato. Rosa odiaba vivir en la

ribera. Un día de éstos nos va a llevar la creciente,

le decía Rosa. A vos te gustaría una muerte así, murmuraba. Cuando se encrespaba, Rosa era como esta

tormenta que amenaza, se acuerda Don Miguel. Pero a

vos Dios no te va a dar el gusto de que te arrastre el

río, le decía ella. Porque antes te van a reventar el

hígado y los pulmones por la ginebra y los cigarros seguro. Y él se reía

cuando Rosa le pronosticaba que se iba a morir del corazón.

Ella le tenía una paciencia santa, piensa. Y si no se

murieron de hambre esa vez cuando lo despidieron del

frigorífico de Puerto Vilelas, después de aquella huelga, fue por lo que

Rosa ganaba lavando, planchando y cocinando para otros. A él, que

había sido delegado gremial, le costó encontrar trabajo en Barranqueras. Por eso decidieron luego mudarse a la Isla.

Tenían una hija. Y Rosa no quería que ella se empleara

hasta que terminase de estudiar. Pero la hija no

terminó el bachillerato y se juntó con un buen muchacho, mecánico él. Y se

quedó a vivir en la ciudad portuaria, donde prontamente le dieron nietos

que alegraron su vida.

Ahora, en la isla se cortó la luz. Y aunque

amaneció, afuera parece de noche. El viento envuelve

la casa con las primeras ráfagas de lluvia. Y cada

ráfaga se atraganta en las puertas y ventanas.

Don Miguel prende la radio portátil. Pero se quedó casi sin

pilas y apenas se escucha. Un informativo transmite

noticias de la tormenta.

Vientos de noventa kilómetros. Doscientas personas

evacuadas en la costa correntina, dice la radio, entre

interferencias y frituras. Durante la última

inundación, Don Miguel se negó a ser evacuado cuando

la lancha de Prefectura vino por él.

No estaba dispuesto a abandonar

lo poco que había conseguido con años de trabajo duro,

entre pequeñas alegrías y grandes sinsabores. Además,

se lo había prometido a su mujer, al borde de la cama

del hospital donde pasó sus últimos días antes que se

la llevara el cáncer, hace un puñado de años. Su

hija pasaba los días y las noches sentada al lado de

Rosa, mientras estudiaba sus  ajados libros escolares.

Luego Miguel y su hija se quedaron solos junto al río.

Tuvieron que empezar de nuevo sin Rosa, “la reina del

río”, le decía cariñosamente don Miguel entre risas, mates y tortas fritas,

 en aquellas tardes cuando el sol se marchaba

sobre la costa chaqueña.

Ahora el silencio envuelve la ranchada. Sólo el ruido

de las ranas, una bandada de teros y chajás que huyen por el cielo oscuro de temer, y un trueno que, de tanto en tanto, anuncia

la tormenta, alteran a los perros que descansan en el

pequeño patio, ahora ladrando con ganas hacia el cielo y hacia el río. Don Miguel se queda dormido, vencido

por el cansancio y el sueño del pobre.

De pronto el viento vuelve a soplar con una fuerza

descomunal. El rancho se conmueve y Miguel se

sobresalta con las ramas de los árboles que golpean las paredes de

madera y adobe.

sacudidas por el vendaval. El río, que fuera su vida

durante muchos años, ahora comienza a entrar por la

puerta del rancho. La marejada ya alcanza los pies de la mesa

de la humilde morada que habían levantado con Rosa,

donde habían criado a su hija.

En medio del vendaval, don Miguel siente miedo por

primera vez. Agarrado al viejo camastro, y mientras el

agua comienza a invadir su rancho, le hace frente al

temor, al inminente final.

Prende como puede un cigarro medio húmedo, se sirve la última ginebra y vuelve a pensar en Rosa.

En una de ésas dice, el río va a llevarlo por fin con su mujer.