Siempre cuento esta historia, siempre que pretendo jactarme de mis ansias de lector: de chico, apenas iniciada mi vida de niño alfabetizado por la escuela pública argentina, me gustaba hacer de cuenta que leía —que podía leer— los mismos libros que leían mi madre y mi padre. Criado y educado por dos exponentes de la juventud setentista —profesores de historia, para más datos— a los siete años yo entendía que leer, se leía el Dieciocho Brumario, La formación de la conciencia nacional, o Los profetas del odio… Confirmaban mi presunción las expresiones de admiración y asombro de los mayores cuando me veían leer, incluso aquellas expresiones que venían matizadas por el humor. Desde luego, yo no entendía nada de lo que leía; me faltaba, como a tantos, comprensión de texto. Ni hablar de contexto. Pero ahí estaba yo, imponiéndome la lectura no tanto como placer sino como refugio. Mientras mantuviera el libro en alto, a la vista, mientras mantuviera esa impostura, mantendría a raya las demandas de la vida social, las demandas de la vida práctica. Una ilusión que el desarrollo mismo de la vida echaría por tierra, pero que, aun así, me empeño en sostener.
Sin ánimo de comparar el gesto y mucho menos a los protagonistas, con tres años, y analfabeto, Ricardo Piglia manoteaba alguno de los libros de su abuelo y se sentaba a las puertas de la casa familiar en Adrogué, y simulaba leer. Sabía Piglia, o al menos intuía, que había algo importante en ese ejercicio. Piglia quería impresionar a los ocasionales transeúntes. Y cuenta que una vez, uno de aquellos transeúntes se acercó, y en un movimiento acaso atrevido pero también decisivo para el futuro de la literatura argentina, enderezó, dio vuelta el libro que el niño Piglia sostenía al revés. Como todo el mundo sabe, en aquella época Borges pasaba los veranos en Adrogué. Y no es difícil conjeturar, se ilusiona Piglia, que el adulto entrometido que vino a enderezarlo no era otro que Borges.
En definitiva, ¿quién nos endereza? ¿Si no es que somos incorregibles? En 1994 yo iba a segundo año del colegio Nacional y sabía que iba a ser escritor. Lo sabía de la manera absurda, ni siquiera tierna, con que sabemos las cosas a los quince años. En casa no me habían prohibido a Borges —en casa no se prohibía nada, ser fascista a lo sumo—, no me habían prohibido a Borges pero me habían convencido de que Borges, como Sarmiento, y cada uno a su manera, eran asesinos de gauchos. En segundo año del Colegio Nacional mi curso era un espanto. Gobernado por niñas y niños más o menos bien, del todo insoportables, nuestra profesora de Lengua y Literatura era Ana María Donato. La Donato. Estaba loca. Un espantoso martes a las nueve de la mañana entró al curso y pidió silencio. No había hormona en ese colegio dispuesta a llevarle el apunte a una loca de ese calibre. Entonces la Donato respiró hondo, y recitó: “Zumban las balas en la tarde última, hay viento y hay cenizas en el viento. Se dispersan el día y la batalla deforme, y la victoria es de los otros. Vencen los bárbaros, los gauchos vencen”. Todavía se me eriza la piel cuando lo cuento, siento el escozor, la lujuria de la patria alzada en armas y pasión. Siento la épica, el fragor de un pueblo complejo ante su abismo irresistible. El Poema conjetural de Borges, recitado aquella mañana por Ana María Donato, me cambió para siempre la vida y la lectura —que un poco es decir lo mismo.
¿Quién y cómo nos endereza?
En el mismo año en que aquella loca legendaria y única recitaba el Poema Conjetural, el poeta Juan Gelman se internaba en la selva Lacandona junto al subcomandante Marcos. La entrevista resultante es divina, casi siempre laudatoria, pero, ante todo, pedagógica. Cuenta Marcos que, al frente del Ejército Zapatista de Liberación, se pusieron a la tarea de llevar su prédica revolucionaria a las comunidades indígenas, a las campesinas y campesinos agobiados por la explotación del mundo. Cuenta Marcos de la expresión hastiada del campesinado cuando ellos, miembros del Ejército de Liberación, les hablaban de la explotación del hombre por el hombre, de las injusticias, de lo que está bien y de lo que está mal. “No nos permitíamos siquiera el placer de escuchar un bolero —le contaba Marcos a Juan Gelman—, sentíamos al bolero, a su música y sus letras, como algo contrarrevolucionario”. Recién despertamos a la realidad y a la fantasía cuando asumimos ese placer, el hablar chueco del mundo, cuando dejamos de ser tan cuadrados y fuimos al fin más libres. Así también les pasó a Marcos y a todos los pensadores del Ejército de Liberación con la lectura. Un Ejército de Liberación liberado por su pueblo, por el retorcimiento que su pueblo hace del lenguaje. Quién pudiera enderezarse así.
Ustedes entienden lo que intento decir, tanto como yo creo entenderlo. Estoy seguro de que van a estar de acuerdo conmigo, de que vamos a reivindicar como cada año el derecho a la lectura, el derecho a usar y a retorcer la lengua para que se nos escuche y se nos lea; que vamos a reivindicar, no el libro a mitad de precio –que así y todo sigue siendo inaccesible–, vamos a reivindicar los libros libres en manos de los transas, los ñeris, los guachos y las guachas, los libros libres en manos de los muertos, los indios, las putas y los putos del subtrópico litoraleño. (Los libros en Argentina son inaccesibles porque el papel para hacerlos está en manos de las papeleras Ledesma, Celulosa Argentina y Papel Prensa).
Agradezco de corazón la posibilidad de abrir una feria del libro de mi provincia, en la ciudad que amo. Quizás sea la última vez que lo haga. Como hijo de la generación del setenta —a la que reconozco la épica y la convicción con que se plantaron ante el mundo, pero a la que, con toda la impunidad que me otorga la condición de hijo, repudio su falta de humor, su sensibilidad reprimida—; como hijo de esa generación, no tengo más remedio que ensuciar este discurso. No puedo hacerme el sonso y limitar este espacio a reforzar el lugar común de que la lectura es un derecho, de que su ejercicio es fundamental, de que los escritores y poetas somos los más pobres y menos reconocidos del mundo comercial del que formamos parte y de que bla bla bla, tantas cosas que sabemos, que repetimos, pero que nunca ponemos en práctica y sólo a veces en discusión. Pregunto… ¿Cuántos libros, cuánta literatura leyeron el último año? No me mientan… no leyeron un carajo. Y no incluyan a las series de Netflix en esa lista.
El mundo está en peligro, siempre está el mundo en peligro, pero ahora ese peligro es más difuso, más ruin, más desalmado. Peor, el peligro es demasiado palpable. Un peligro que se atreve a considerar interesante la compra-venta de órganos, la portación de armas, la acumulación, el individualismo. Ya sé que no hay que enojarse ni entristecerse. Pero ¿les interesa algo de la persona que pasa caminando junto a ustedes? ¿No les conmueve esa pobre vieja que hace cola en el cajero y que tiene que lidiar con una máquina que la excede? ¿En serio a tus veinte años estás enojado y querés castigo –más castigo– para los muertos de hambre? ¿En serio a los veinte años te indignan el goce, acaso el alivio, de los demás? ¿En serio tengo que escuchar y comprender a la juventud –a esta juventud– que nomás piensa en guita, que nomás quiere que al otro no le vaya bien? ¿Podría la juventud escucharme a mí? ¿No estoy yo aún más perdido? Y vos, que sos una mujer grande, y yo, que soy un hombre mayor, ¿no vamos a levantar la vista del teléfono, de la red social de cuarta? ¿De verdad te preocupa la violencia contra las mujeres? ¿O te preocupan, en realidad, las mujeres? ¿O te molestan, en realidad, las mujeres, las travestis, las pobres y los pobres, los indios y las indias, te molesta tener que ver y tolerar a un muerto de hambre? Si te preocupa la violencia contra las mujeres… ¿Por qué te molesta que exista en el Chaco una secretaría de Género y Diversidad? ¿O qué te molesta más? ¿Quién te hace más daño? ¿Qué te indigna más? ¿El que endeudó a un país para siempre o el negro cabeza que de pronto se sube a una Hilux? Puede que esté mezclando. O puede que esté, como el niño Piglia, leyendo un libro dado vuelta.
Lo que sea, pero que esta Feria del Libro no caiga en la inocuidad de otras ferias, en la irrelevancia de un previaje, en lo absurdo de un restorán lleno de adolescentes que producen y beben birra artesanal mientras piden muerte y castigo, de progresismos autoritarios y berretas, y de recitales de tilinguería a los que yo mismo asisto mientras un sachet de leche cuesta más de mil pesos. Qué bajón leernos y hablarnos sólo entre nosotres.
“Sos un cínico”, me dijo hace poco mi querido Juan Solá, uno de los escritores más divinos e irreverentes que dio nuestra provincia en mucho tiempo. La Chaco, Ñeri, son las dos novelas que leí de Juan. Son dos novelas hermosas, sensibles, que dan una vuelta de tuerca a nuestra alma chaqueña, alma nordestina, y ponen de relieve nuestro uso torcido del lenguaje. Fui adolescente en los noventa, por eso me quedan restos de cinismo. Los años dos mil nos enseñaron que el cinismo, lejos de una jactancia intelectual, no sirve para otra cosa que para darle ventaja a la derrota. Ahora, y pese a todo, elijo creer.
Vuelvo al pago, dice mi hermano Yerman Parmetler, vuelvo a la literatura, de donde nunca me fui. Vuelvo a la vida. Vuelvo a preguntarme quién, cómo, nos endereza el lenguaje.
Hace tres años, con la intromisión de la gran pandemia y su consecuente cuarentena en nuestras vidas, con mi familia nos vimos puestos a la tarea de huir de Buenos Aires.
Entre tantas cosas, a mí me preocupó mi hijo, que con dos años en ese momento, y un encierro prolongado, redujo su vocabulario a un nivel prehistórico. Subíamos a la terraza y, con el cielo a nuestra disposición, me empeñaba en hacerle pronunciar cada cosa que veíamos. En un mes de trabajo, conseguimos la palabra avión, o un fonema similar. Pero después dejaron de pasar aviones y quedaron los helicópteros, que pasaban en horarios bien determinados. Siempre a la hora de su siesta. Y obligarlo a decir helicóptero hubiese sido una tortura.
En medio del bochinche tuvimos suerte y encontramos el artilugio, la vía de escape, y emprendimos al fin la huida hacia Corrientes, hacia Ituzaingó más precisamente, a orillas del Paraná. Ituzaingó es el pueblo (o ciudad en términos demográficos) de mi compañera.
Yo esperaba la llegada de la tarde para ir con mi hijo al Paraná. Nos instalábamos de cara al sol y mientras yo intentaba leer, él les echaba comida a los peces, se embadurnaba de la arena sucia de la playa y ensayaba palabras nuevas. Un día decía “aceituna”, al siguiente intentaba “amarillo” y, como le gustan los carbohidratos, aprendió rápido a decir “chipa”. Pronuncia así, como su madre, con la acentuación grave, a la manera de los correntinos, cosa que a mí, como chaqueño que pronuncia “chipá”, no deja de alterarme. Pero cómo enderezar el lenguaje de un hijo.
Ituzaingó también es el pueblo del poeta Franco Rivero, que lee, escribe y vive —en ese orden— a orillas del río, en compañía de sus siete perros, que a esta altura deben ser quién sabe cuántos. Aproveché mi estadía en Ituzaingó para preguntarle a Franco Rivero si tenía algo que decir al respecto, sobre la manera correcta de decir chipá, y Franco nomás sonrió y se cebó un mate que, por pandemia, no pensaba compartir conmigo.
Como Corrientes había dispuesto el cierre del puente General Belgrano, mi situación era insoportable porque sentía que Resistencia estaba nomás ahí, a un par de horas, pero el Paraná se hacía más ancho que nunca. Recordé entonces un poema de Franco Rivero que dice “Lo que distingue paisaje de paisaje es el propio corazón”.
Hay también un chiste, o cosa así, que repito a troche y moche y que no hace reír a nadie: dice que hay que ver nomás la cantidad de chaqueños que se ahogan cada verano en costas correntinas para asumir que el Chaco es pura tierra, puro polvo, mientras que Corrientes es agua, pura agua, pura fluidez.
Se lo conté, como tantas otras cosas, a Franco Rivero y Franco fue amable y me devolvió una sonrisa cansina. Hace un año entrevisté a Franco por la publicación de su poemario Guasca. La historia de un poeta puto que mira como un voyeur, desde su casa, cómo los guascas del barrio juegan al fútbol, y rememora, de paso, ese poeta puto, un amor trágico de la adolescencia.
En esa entrevista le pregunté a Franco cómo había pasado el verano del 2022, en aquella Corrientes que se había prendido fuego hasta en sus orillas y esteros. El poeta contestó: “Asumí que era bombero de un día para otro y viví como tal. No pude contener el deseo de escribir. Primero intenté madrugar para escribir antes de salir a ver cómo seguía todo y qué había que hacer. Pero no aguanté una semana y aprovechaba los minutos que podía para dormir. Un día sucedió que abrí el grupo de whatsapp que tengo conmigo y grabé un audio mientras apagaba el inicio de un fuego al borde de la ruta; desde ahí no paré. Durante los cincuenta y tres días que estuve de bombero por mi cuenta grabé; escribí con la voz; también agregué fotos y videos cortos. Fue un hacer diferente. La voz no me impedía poner el cuerpo sino que me ayudaba a apagar o a hacerle frente al fuego. También les grabé a otrxs sin que sepan que les grababa. Y recé.”
Hay una imagen que aporta la poeta canadiense Anne Carson para definir la poesía en contraste con la narrativa: “si la prosa puede concebirse como una casa –dice Carson–, la poesía es alguien en llamas corriendo a través de ella”. Fabián Casas, poeta y porteño hasta la maceta, reformula y mejora la imagen: “A veces la poesía es alguien que corre con un balde de agua detrás del que se prende fuego”. Pienso, obvio, en Franco Rivero, que se prende fuego para apagar un incendio.
Escuchen ahora, sientan: Zumban las balas en la tarde última, hay viento y hay cenizas en el viento… Acá estamos de nuevo, como estuvimos siempre, poetas, escritores, muertas y muertos de hambre, los monstruos y las monstruas del subtrópico, las ñeris y los ñeris, la verdadera casta. Somos una casta de malditos, y acá estamos, balde en ristre, dispuestas a apagar un incendio para mantener en pie el fuego verdadero.